domingo, 26 de marzo de 2023

TOA - Domingo de Ramos, - Mt 26, 14-27. 66

Aceptando que Él estaba dispuesto a sufrir hasta la muerte para mostrarnos cómo nuestro Dios nos ama, Jesús revela su identidad como el Mesías y el Hijo de Dios; establece un nuevo tipo de monarquía basada en la aceptación de la voluntad de su Padre por encima de todos sus otros proyectos personales. Él es un rey que acepta sus limitaciones como ser humano, acepta y ama a todas las personas, especialmente a los pobres, lisiados y marginados. Hace de la acogida, el amor y la tolerancia su código de conducta y de gobierno.

Jesús nos da ejemplo de paciencia y fe en medio del sufrimiento; este sufrimiento que todos encontramos de un modo u otro en nuestro camino y es parte ineludible de nuestras vidas. A nadie nos gusta sufrir, y cuando nos toca vivirlo, unos le hacemos frente y lo superamos mejor que los otros que no lo aceptan como parte de sus vidas.

Él cargó con nuestros dolores y tristezas
Si realmente nos consideramos seguidores de Cristo, el texto de Isaías debería provocar una respuesta a la vez determinante y en paz desde el fondo interior de nosotros mismos. Estos textos del Antiguo testamento se aplican a Jesús, el Hijo único y amado de Dios que eligió libremente morir por todos nosotros. "Fue maltratado y él se humilló y no dijo nada, fue llevado cual cordero al matadero, como una oveja que permanece muda cuando la esquilan." (Is 53: 7).  

San Pedro nos dice que sin un sincero amor a Cristo, no somos verdaderos seguidores del Dios vivo. No podemos decir que lo amamos plenamente, hasta que no apreciemos y valoremos lo que él sufrió por nosotros. Para fortalecer nuestra fe, San Pedro nos recuerda que "Ustedes lo aman sin haberlo visto; ahora creen en él sin verlo, y nadie sabría expresar su alegría celestial al tener ya ahora eso mismo que pretende la fe, la salvación de sus almas." (1 Pe 1:8-9).

Después de escuchar el relato de la Pasión no es necesario explicar con gran detalle esos acontecimientos. Sí  debemos recordar que Cristo no fue ajeno a las dificultades, privaciones y sufrimiento, aún antes del día final de su vida. Siendo Divino, como dice San Pablo, del momento en que él vino a la tierra, Jesús se despojó de sí mismo, tomó la condición de esclavo y se hizo tan humano como nosotros (Fil 2, 6). 

Él, el gran Dios, sufrió las penurias de los pobres, a veces sin un lugar donde reclinar la cabeza. Soportó el hambre y la sed, y después de largos días presionado por la gente  en busca de salud, a menudo pasaba en los cerros muchas noches en oración.

A pesar de su compasión por todos los que venían a él, algunos lo odiaban y rechazaban, en especial los fariseos y sacerdotes, que planeaban matarlo. 
Este odio y el rechazo deben haber sido muy frustrante y doloroso para él. 
No es fácil ser rechazado por la gente del pueblo que se eligió entre todos los demás. 

¡Qué terrible debe haber sido la lucha interior de Jesús en el jardín de Getsemaní antes de enfrentarse a su muerte, que sus gotas de sudor se convirtieron en sangre y caían al suelo. Peor fue el saber que uno de su propio círculo de los doce le iba a traicionar; que la mayoría de los otros le dejaría; que incluso el leal San Pedro juraría tres veces que no lo conocía. Pero lo más terrible de todo era sentirse abandonado por Su Padre Dios, su espíritu interior se envolvió en una oscuridad que era el reflejo de la tenebrosa oscuridad que envolvería el Calvario cuando su fin se acercaba. "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" Mt 27, 46

Ese rostro tan cruelmente desfigurado era el del Hijo de Dios. La frente chorreando sangre, las manos y los pies clavados en la cruz, el cuerpo lacerado por los latigazos, el costado traspasado por la lanza: eran la frente, las manos y los pies, el costado del cuerpo santo de la Palabra eterna, hecha visible en Jesús. ¿Por qué tanto sufrimiento? Sólo podemos decir con Isaías: " Sin embargo, eran nuestras dolencias las que él llevaba, eran nuestros dolores los que le pesaban. Nosotros lo creíamos azotado por Dios, castigado y humillado, y eran nuestras faltas por las que era destruido nuestros pecados, por los que era aplastado. El soportó el castigo que nos trae la paz y por sus llagas hemos sido sanados”. (53: 4-5).


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Lecturas en Lenguaje Latinoamericano  - Domingo de Ramos “De la pasión del Señor”


Procesión de las Palmas - Evangelio: Mt 21, 1-11
Cuando se aproximaban ya a Jerusalén, al llegar a Betfagé, junto al monte de los Olivos, envió Jesús a dos de sus discípulos, diciéndoles: “Vayan al pueblo que ven allí enfrente; al entrar, encontrarán amarrada una burra y un burrito con ella; desátenlos y tráiganmelos.
Si alguien les pregunta algo, díganle que el Señor los necesita y enseguida los devolverá”.

Esto sucedió para que se cumplieran las palabras del profeta: Díganle a la hija de Sión:
He aquí que tu rey viene a ti, apacible y montado en un burro, en un burrito,
hijo de animal de yugo.

Fueron, pues, los discípulos e hicieron lo que Jesús les había encargado y trajeron consigo la burra y el burrito. Luego pusieron sobre ellos sus mantos y Jesús se sentó encima. La gente, muy numerosa, extendía sus mantos por el camino; algunos cortaban ramas de los árboles y las tendían a su paso. Los que iban delante de él y los que lo seguían gritaban: “¡Hosanna! ¡Viva el Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en el cielo!”

Al entrar Jesús en Jerusalén, toda la ciudad se conmovió. Unos decían: “¿Quién es éste?” Y la gente respondía: “Éste es el profeta Jesús, de Nazaret de Galilea”.
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La Misa

Primera Lectura: Is 50, 4-7

En aquel entonces, dijo Isaías: "El Señor me ha dado una lengua experta,
para que pueda confortar al abatido con palabras de aliento.

Mañana tras mañana, el Señor despierta mi oído, para que escuche yo, como discípulo.
El Señor Dios me ha hecho oír sus palabras y yo no he opuesto resistencia
ni me he echado para atrás.

Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, la mejilla a los que me tiraban de la barba.
No aparté mi rostro de los insultos y salivazos.

Pero el Señor me ayuda, por eso no quedaré confundido,
por eso endurecí mi rostro como roca y sé que no quedaré avergonzado”.
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Salmo Responsorial: Salmo 21, 8-9. 17-18a. 19-20. 23-24 - (2a)

Todos los que me ven, de mí se burlan; 
me hacen gestos y dicen:
“Confiaba en el Señor, pues que él lo salve;
si de veras lo ama, que lo libre”.
R. Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

Los malvados me cercan por doquiera como rabiosos perros.
Mis manos y mis pies han taladrado
y se puedan contar todos mis huesos.
R. Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

Reparten entre sí mis vestiduras
y se juegan mi túnica a los dados.
Señor, auxilio mío, ven y ayudame,
no te quedes de mí tan alejado. R. 
R. Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

Contaré tu fama a mis hermanos,
en medio de la asamblea te alabaré.
Fieles del Señor, alábenlo;
glorificarlo, linaje de Jacob, 
témelo, estirpe de Israel. R. 
R. Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
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Segunda Lectura: Flp 2, 6-11

Cristo, siendo Dios, no consideró que debía aferrarse
a las prerrogativas de su condición divina, sino que, por el contrario, se anonadó a sí mismo,
tomando la condición de siervo, y se hizo semejante a los hombres.

Así, hecho uno de ellos, se humilló a sí mismo y por obediencia aceptó incluso la muerte,
y una muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó sobre todas las cosas
y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre,
para que, al nombre de Jesús, todos doblen la rodilla
en el cielo, en la tierra y en los abismos, y todos reconozcan públicamente
que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre.
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Aclamación antes del Evangelio: Flp 2, 8-9.

R. Honor y gloria a ti, Señor Jesús.

Cristo se humilló por nosotros
y por obediencia aceptó incluso la muerte, y una muerte de cruz.
Por eso Dios lo exaltó sobre todas las cosas
y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre.

R. Honor y gloria a ti, Señor Jesús.
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Evangelio: Mt 26, 14–27, 66 

En aquel tiempo, uno de los Doce, llamado Judas Iscariote, fue a ver a los sumos sacerdotes y les dijo: “¿Cuánto me dan si les entrego a Jesús?” Ellos quedaron en darle treinta monedas de plata. Y desde ese momento andaba buscando una oportunidad para entregárselo. 

El primer día de la fiesta de los panes Ázimos, los discípulos se acercaron a Jesús

y le preguntaron: “¿Dónde quieres que te preparemos la cena de Pascua?”

Él respondió: “Vayan a la ciudad, a casa de fulano y díganle: ‘El Maestro dice:

Mi hora está ya cerca. Voy a celebrar la Pascua con mis discípulos en tu casa’ ”.
E
llos hicieron lo que Jesús les había ordenado y prepararon la cena de Pascua. 

Al atardecer, se sentó a la mesa con los Doce, y mientras cenaban, les dijo:
“Yo les aseguro que uno de ustedes va a entregarme”. Ellos se pusieron muy tristes
y comenzaron a preguntarle uno por uno: “¿Acaso soy yo, Señor?”

Él respondió: “El que moja su pan en el mismo plato que yo, ése va a entregarme.

Porque el Hijo del hombre va a morir, como está escrito de él;
pero ¡ay de aquel por quien 
el Hijo del hombre va a ser entregado!

Más le valiera a ese hombre no haber nacido”.

Entonces preguntó Judas, el que lo iba a entregar: “¿Acaso soy yo, Maestro?”
Jesús le respondió: “Tú lo has dicho”. 

Durante la cena, Jesús tomó un pan y, pronunciada la bendición, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: “Tomen y coman. Éste es mi Cuerpo”. Luego tomó en sus manos una copa de vino y, pronunciada la acción de gracias, la pasó a sus discípulos, diciendo: “Beban todos de ella, porque ésta es mi Sangre, Sangre de la nueva alianza, que será derramada por todos, para el perdón de los pecados. Les digo que ya no beberé más del fruto de la vid, hasta el día en que beba con ustedes el vino nuevo en el Reino de mi Padre”. 

Después de haber cantado el himno, salieron hacia el monte de los Olivos. Entonces Jesús les dijo: “Todos ustedes se van a escandalizar de mí esta noche, porque está escrito: Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas del rebaño. Pero después de que yo resucite, iré delante de ustedes a Galilea”. Entonces Pedro le replicó: “Aunque todos se escandalicen de ti, yo nunca me escandalizaré”. Jesús le dijo: “Yo te aseguro que esta misma noche, antes de que el gallo cante, me habrás negado tres veces”. Pedro le replicó: “Aunque tenga que morir contigo, no te negaré”. Y lo mismo dijeron todos los discípulos. 

Entonces Jesús fue con ellos a un lugar llamado Getsemaní y dijo a los discípulos: “Quédense aquí mientras yo voy a orar más allá”. Se llevó consigo a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo y comenzó a sentir tristeza y angustia. Entonces les dijo: “Mi alma está llena de una tristeza mortal. Quédense aquí y velen conmigo”. Avanzó unos pasos más, se postró rostro en tierra y comenzó a orar, diciendo: “Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz; pero que no se haga como yo quiero, sino como quieres tú”.

Volvió entonces a donde estaban los discípulos y los encontró dormidos. 

Dijo a Pedro: “¿No han podido velar conmigo ni una hora? Velen y oren, para no caer en la tentación, porque el espíritu está pronto, pero la carne es débil”. Y alejándose de nuevo, se puso a orar, diciendo: “Padre mío, si este cáliz no puede pasar sin que yo lo beba, hágase tu voluntad”. Después volvió y encontró a sus discípulos otra vez dormidos, porque tenían los ojos cargados de sueño. Los dejó y se fue a orar de nuevo, por tercera vez, repitiendo las mismas palabras. Después de esto, volvió a donde estaban los discípulos y les dijo: “Duerman ya y descansen. He aquí que llega la hora y el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los pecadores. ¡Levántense! ¡Vamos! Ya está aquí el que me va a entregar”. 

Todavía estaba hablando Jesús, cuando llegó Judas, uno de los Doce, seguido de una chusma numerosa con espadas y palos, enviada por los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo. El que lo iba a entregar les había dado esta señal: “Aquel a quien yo le dé un beso, ése es. 

Aprehéndanlo”. Al instante se acercó a Jesús y le dijo: “¡Buenas noches, Maestro!” Y lo besó. Jesús le dijo: “Amigo, ¿es esto a lo que has venido?” Entonces se acercaron a Jesús, le echaron mano y lo apresaron. 

Uno de los que estaban con Jesús, sacó la espada, hirió a un criado del sumo sacerdote y le cortó una oreja. Le dijo entonces Jesús: “Vuelve la espada a su lugar, pues quien usa la espada, a espada morirá. ¿No crees que si yo se lo pidiera a mi Padre, él pondría ahora mismo a mi disposición más de doce legiones de ángeles? Pero, ¿cómo se cumplirían entonces las Escrituras, que dicen que así debe suceder?” Enseguida dijo Jesús a aquella chusma:
“¿Han salido ustedes a apresarme como a un bandido, con espadas y palos?
Todos los días yo enseñaba, sentado en el templo, y no me aprehendieron.
Pero todo esto ha sucedido para que se cumplieran las predicciones de los profetas”. Entonces todos los discípulos lo abandonaron y huyeron.
 

Los que aprehendieron a Jesús lo llevaron a la casa del sumo sacerdote Caifás, donde los escribas y los ancianos estaban reunidos. Pedro los fue siguiendo de lejos hasta el palacio del sumo sacerdote. Entró y se sentó con los criados para ver en qué paraba aquello. 

Los sumos sacerdotes y todo el sanedrín andaban buscando un falso testimonio contra Jesús, con ánimo de darle muerte; pero no lo encontraron, aunque se presentaron muchos testigos falsos. Al fin llegaron dos, que dijeron: “Éste dijo: ‘Puedo derribar el templo de Dios y reconstruirlo en tres días’ ”. Entonces el sumo sacerdote se levantó y le dijo: “¿No respondes nada a lo que éstos atestiguan en contra tuya?” Como Jesús callaba, el sumo sacerdote le dijo: “Te conjuro por el Dios vivo a que nos digas si tú eres el Mesías, el Hijo de Dios”. Jesús le respondió: “Tú lo has dicho. Además, yo les declaro que pronto verán al Hijo del hombre, sentado a la derecha de Dios, venir sobre las nubes del cielo”. 

Entonces el sumo sacerdote rasgó sus vestiduras y exclamó: “¡Ha blasfemado! ¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? Ustedes mismos han oído la blasfemia. ¿Qué les parece?” Ellos respondieron: “Es reo de muerte”. Luego comenzaron a escupirle en la cara y a darle de bofetadas. Otros lo golpeaban, diciendo: “Adivina quién es el que te ha pegado”. 

Entretanto, Pedro estaba fuera, sentado en el patio. Una criada se le acercó y le dijo: “Tú también estabas con Jesús, el galileo”. Pero él lo negó ante todos, diciendo: “No sé de qué me estás hablando”. Ya se iba hacia el zaguán, cuando lo vio otra criada y dijo a los que estaban ahí: “También ése andaba con Jesús, el nazareno”. Él de nuevo lo negó con juramento: “No conozco a ese hombre”. Poco después se acercaron a Pedro los que estaban ahí y le dijeron: “No cabe duda de que tú también eres de ellos, pues hasta tu modo de hablar te delata”. Entonces él comenzó a echar maldiciones y a jurar que no conocía a aquel hombre. Y en aquel momento cantó el gallo. Entonces se acordó Pedro de que Jesús había dicho: ‘Antes de que cante el gallo, me habrás negado tres veces’.
Y saliendo de ahí se soltó a llorar amargamente.
 

Llegada la mañana, todos los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo
celebraron consejo contra Jesús para darle muerte.
Después de atarlo, lo llevaron ante el procurador, Poncio Pilato, y se lo entregaron.

Entonces Judas, el que lo había entregado, viendo que Jesús había sido condenado a muerte, devolvió arrepentido las treinta monedas de plata a los sumos sacerdotes y a los ancianos, diciendo: “Pequé, entregando la sangre de un inocente”.
Ellos dijeron: “¿Y a nosotros qué nos importa? Allá tú”.
Entonces Judas arrojó las monedas de plata en el templo, se fue y se ahorcó.
 

Los sumos sacerdotes tomaron las monedas de plata y dijeron:
“No es lícito juntarlas con el dinero de las limosnas, porque son precio de sangre”.
Después de deliberar, compraron con ellas el Campo del alfarero,
para sepultar ahí a los extranjeros.
Por eso aquel campo se llama hasta el día de hoy “Campo de sangre”.
Así se cumplió lo que dijo el profeta Jeremías: Tomaron las treinta monedas de plata en que fue tasado aquel a quien pusieron precio algunos hijos de Israel, y las dieron por el Campo del alfarero, según lo que me ordenó el Señor.
 

Jesús compareció ante el procurador, Poncio Pilato, quien le preguntó: “¿Eres tú el rey de los judíos?” Jesús respondió: “Tú lo has dicho”. Pero nada respondió a las acusaciones que le hacían los sumos sacerdotes y los ancianos. Entonces le dijo Pilato: “¿No oyes todo lo que dicen contra ti?” Pero él nada respondió, hasta el punto de que el procurador se quedó muy extrañado. Con ocasión de la fiesta de la Pascua, el procurador solía conceder a la multitud la libertad del preso que quisieran. Tenían entonces un preso famoso, llamado Barrabás. Dijo, pues, Pilato a los ahí reunidos: “¿A quién quieren que les deje en libertad: a Barrabás o a Jesús, que se dice el Mesías?” Pilato sabía que se lo habían entregado por envidia. 

Estando él sentado en el tribunal, su mujer mandó decirle: “No te metas con ese hombre justo, porque hoy he sufrido mucho en sueños por su causa”. 

Mientras tanto, los sumos sacerdotes y los ancianos convencieron a la muchedumbre de que pidieran la libertad de Barrabás y la muerte de Jesús. Así, cuando el procurador les preguntó: “¿A cuál de los dos quieren que les suelte?” Ellos respondieron: “A Barrabás”. Pilato les dijo: “¿Y qué voy a hacer con Jesús, que se dice el Mesías?” Respondieron todos: “Crucifícalo”. Pilato preguntó: “Pero, ¿qué mal ha hecho?” Mas ellos seguían gritando cada vez con más fuerza: “¡Crucifícalo!” Entonces Pilato, viendo que nada conseguía y que crecía el tumulto, pidió agua y se lavó las manos ante el pueblo, diciendo: “Yo no me hago responsable de la muerte de este hombre justo. Allá ustedes”. Todo el pueblo respondió: “¡Que su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos!” Entonces Pilato puso en libertad a Barrabás. En cambio a Jesús lo hizo azotar y lo entregó para que lo crucificaran.

Los soldados del procurador llevaron a Jesús al pretorio y reunieron alrededor de él a todo el batallón. Lo desnudaron, le echaron encima un manto de púrpura, trenzaron una corona de espinas y se la pusieron en la cabeza; le pusieron una caña en su mano derecha y, arrodillándose ante él, se burlaban diciendo: “¡Viva el rey de los judíos!”, y le escupían. Luego, quitándole la caña, lo golpeaban con ella en la cabeza. Después de que se burlaron de él, le quitaron el manto, le pusieron sus ropas y lo llevaron a crucificar.

Al salir, encontraron a un hombre de Cirene, llamado Simón, y lo obligaron a llevar la cruz.
Al llegar a un lugar llamado Gólgota, es decir, “Lugar de la Calavera”,
le dieron a beber a Jesús vino mezclado con hiel; él lo probó, pero no lo quiso beber.
Los que lo crucificaron se repartieron sus vestidos, echando suertes,
y se quedaron sentados ahí para custodiarlo. Sobre su cabeza pusieron por escrito
la causa de su condena: ‘Éste es Jesús, el rey de los judíos’.
Juntamente con él, crucificaron a dos ladrones, uno a su derecha y el otro a su izquierda.

Los que pasaban por ahí lo insultaban moviendo la cabeza y gritándole: “Tú, que destruyes el templo y en tres días lo reedificas, sálvate a ti mismo; si eres el Hijo de Dios, baja de la cruz”. También se burlaban de él los sumos sacerdotes, los escribas y los ancianos, diciendo: “Ha salvado a otros y no puede salvarse a sí mismo. Si es el rey de Israel, que baje de la cruz y creeremos en él. Ha puesto su confianza en Dios, que Dios lo salve ahora, si es que de verdad lo ama, pues él ha dicho: ‘Soy el Hijo de Dios’ ”. Hasta los ladrones que estaban crucificados a su lado lo injuriaban.

Desde el mediodía hasta las tres de la tarde, se oscureció toda aquella tierra.
Y alrededor de las tres, Jesús exclamó con fuerte voz: “Elí, Elí, ¿lemá sabactaní?”,
que quiere decir: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”
Algunos de los presentes, al oírlo, decían: “Está llamando a Elías”.

Enseguida uno de ellos fue corriendo a tomar una esponja, la empapó en vinagre y sujetándola a una caña, le ofreció de beber. Pero los otros le dijeron: “Déjalo.
Vamos a ver si viene Elías a salvarlo”. Entonces Jesús, dando de nuevo un fuerte grito, expiró.

Aquí todos se arrodillan y guardan silencio por unos instantes. 

Entonces el velo del templo se rasgó en dos partes, de arriba a abajo, la tierra tembló y las rocas se partieron. Se abrieron los sepulcros y resucitaron muchos justos que habían muerto, y después de la resurrección de Jesús, entraron en la ciudad santa y se aparecieron
a mucha gente. Por su parte, el oficial y los que estaban con él custodiando a Jesús,
al ver el terremoto y las cosas que ocurrían, se llenaron de un gran temor y dijeron: “Verdaderamente éste era Hijo de Dios”.
 

Estaban también allí, mirando desde lejos, muchas de las mujeres que habían seguido a Jesús desde Galilea para servirlo. Entre ellas estaban María Magdalena, María, la madre de Santiago y de José, y la madre de los hijos de Zebedeo. 

Al atardecer, vino un hombre rico de Arimatea, llamado José, que se había hecho también discípulo de Jesús. Se presentó a Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús,
y Pilato dio orden de que se lo entregaran.
José tomó el cuerpo, lo envolvió en una sábana limpia y lo depositó en un sepulcro nuevo, que había hecho excavar en la roca para sí mismo.
Hizo rodar una gran piedra hasta la entrada del sepulcro y se retiró.
Estaban ahí María Magdalena y la otra María, sentadas frente al sepulcro.
 

Al otro día, el siguiente de la preparación de la Pascua, los sumos sacerdotes y los fariseos se reunieron ante Pilato y le dijeron: “Señor, nos hemos acordado de que ese impostor, estando aún en vida, dijo: ‘A los tres días resucitaré’. Manda, pues, asegurar el sepulcro hasta el tercer día; no sea que vengan sus discípulos, lo roben y digan luego al pueblo: ‘Resucitó de entre los muertos’, porque esta última impostura sería peor que la primera”. Pilato les dijo: “Tomen un pelotón de soldados, vayan y aseguren el sepulcro como ustedes quieran”. Ellos fueron y aseguraron el sepulcro, poniendo un sello sobre la puerta y dejaron ahí la guardia.

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O bien: Mt 27, 11-54

Jesús compareció ante el procurador, Poncio Pilato, quien le preguntó: “¿Eres tú el rey de los judíos?” Jesús respondió: “Tú lo has dicho”. Pero nada respondió a las acusaciones que le hacían los sumos sacerdotes y los ancianos. Entonces le dijo Pilato: “¿No oyes todo lo que dicen contra ti?” Pero él nada respondió, hasta el punto de que el procurador se quedó muy extrañado. Con ocasión de la fiesta de la Pascua, el procurador solía conceder a la multitud la libertad del preso que quisieran.

Tenían entonces un preso famoso, llamado Barrabás. Dijo, pues, Pilato a los ahí reunidos: “¿A quién quieren que les deje en libertad: a Barrabás o a Jesús, que se dice el Mesías?” Pilato sabía que se lo habían entregado por envidia. 

Estando él sentado en el tribunal, su mujer mandó decirle: “No te metas con ese hombre justo, porque hoy he sufrido mucho en sueños por su causa”. 

Mientras tanto, los sumos sacerdotes y los ancianos convencieron a la muchedumbre de que pidieran la libertad de Barrabás y la muerte de Jesús. Así, cuando el procurador les preguntó: “¿A cuál de los dos quieren que les suelte?” Ellos respondieron: “A Barrabás”. Pilato les dijo: “¿Y qué voy a hacer con Jesús, que se dice el Mesías?” Respondieron todos: “Crucifícalo”. Pilato preguntó: “Pero, ¿qué mal ha hecho?” Mas ellos seguían gritando cada vez con más fuerza: “¡Crucifícalo!” Entonces Pilato, viendo que nada conseguía y que crecía el tumulto, pidió agua y se lavó las manos ante el pueblo, diciendo: “Yo no me hago responsable de la muerte de este hombre justo. Allá ustedes”. Todo el pueblo respondió: “¡Que su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos!” Entonces Pilato puso en libertad a Barrabás. En cambio a Jesús lo hizo azotar y lo entregó para que lo crucificaran. 

Los soldados del procurador llevaron a Jesús al pretorio y reunieron alrededor de él a todo el batallón. Lo desnudaron, le echaron encima un manto de púrpura, trenzaron una corona de espinas y se la pusieron en la cabeza; le pusieron una caña en su mano derecha y, arrodillándose ante él, se burlaban diciendo: “¡Viva el rey de los judíos!”, y le escupían. Luego, quitándole la caña, lo golpeaban con ella en la cabeza. Después de que se burlaron de él, le quitaron el manto, le pusieron sus ropas y lo llevaron a crucificar.

Al salir, encontraron a un hombre de Cirene, llamado Simón, y lo obligaron a llevar la cruz. Al llegar a un lugar llamado Gólgota, es decir, “Lugar de la Calavera”, le dieron a beber a Jesús vino mezclado con hiel; él lo probó, pero no lo quiso beber. Los que lo crucificaron se repartieron sus vestidos, echando suertes, y se quedaron sentados ahí para custodiarlo. Sobre su cabeza pusieron por escrito la causa de su condena: ‘Éste es Jesús, el rey de los judíos’. Juntamente con él, crucificaron a dos ladrones, uno a su derecha y el otro a su izquierda. 

Los que pasaban por ahí lo insultaban moviendo la cabeza y gritándole: “Tú, que destruyes el templo y en tres días lo reedificas, sálvate a ti mismo; si eres el Hijo de Dios, baja de la cruz”. También se burlaban de él los sumos sacerdotes, los escribas y los ancianos, diciendo: “Ha salvado a otros y no puede salvarse a sí mismo. Si es el rey de Israel, que baje de la cruz y creeremos en él. Ha puesto su confianza en Dios, que Dios lo salve ahora, si es que de verdad lo ama, pues él ha dicho: ‘Soy el Hijo de Dios’ ”. Hasta los ladrones que estaban crucificados a su lado lo injuriaban.

Desde el mediodía hasta las tres de la tarde, se oscureció toda aquella tierra. Y alrededor de las tres, Jesús exclamó con fuerte voz: “Elí, Elí, ¿lemá sabactaní?”, que quiere decir: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” Algunos de los presentes, al oírlo, decían: “Está llamando a Elías”. 

Enseguida uno de ellos fue corriendo a tomar una esponja, la empapó en vinagre y sujetándola a una caña, le ofreció de beber. Pero los otros le dijeron: “Déjalo. Vamos a ver si viene Elías a salvarlo”. Entonces Jesús, dando de nuevo un fuerte grito, expiró.

Aquí todos se arrodillan y guardan silencio por unos instantes. 

Entonces el velo del templo se rasgó en dos partes, de arriba a abajo, la tierra tembló y las rocas se partieron. Se abrieron los sepulcros y resucitaron muchos justos que habían muerto, y después de la resurrección de Jesús, entraron en la ciudad santa y se aparecieron a mucha gente. Por su parte, el oficial y los que estaban con él custodiando a Jesús, al ver el terremoto

las cosas que ocurrían, se llenaron de un gran temor y dijeron: “Verdaderamente éste era Hijo de Dios”.
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OREMOS
Querido Padre, mientras reflexiono la narración de la Pasión, 
ayúdame a encontrarle sentido al sacrificio de tu Hijo.
Que al recorrer la historia de la pasión de tu Hijo,
 pueda ver revelado tu amor infinito por nosotros.
Que lo que encuentre en ella me ayude a afrontar mejor 
el sufrimiento, el fracaso y el rechazo.
Que pueda encontrar un mensaje de vida 
para que fortalecido pueda hacer frente a las dificultades de la vida de hoy.

Hermoso Dios, Padre nuestro, 
haz que el sufrimiento de Tu Hijo por nosotros no sea en vano.
¡Amén!

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